miércoles, 17 de septiembre de 2008

¡Lena, Lenaaa…!

Así la llamaba la ancianita de al lado insistentemente, mientras Elena corría inquieta a socorrerla.
Diecisiete años cuidando día y noche a la que sentía y trataba como a una abuela (“abbela” en el acento rumano que aún conserva). Demasiados años desde que dejara en casa a una pequeña que en el mes de Febrero celebraba su mayoría de edad con impaciencia. No supo qué regalarle. Tuvo que recurrir a la hermana que, en su ausencia, se encargó de criarla. Aún así, sus ojos resplandecían de emoción al pensar en aquel regalo. Mujer fuerte donde las haya, venció con amor a la amargura, brindándole a su hija un futuro a costa de su pasado y de su presente.

Elena es enfermera -tal vez lo sea de nacimiento- pero al llegar a España, la Administración no quiso reconocer su título; tuvo que ejercer con absoluta dedicación, pero sin papeles. Practica la friolera de seis idiomas: rumano, ruso, polaco, francés, italiano y como no, español. Unos los conoce por obligación, otros sencillamente por devoción. El inglés, sin embargo, nunca entró en sus planes.

Le puse cara un día en el que se preocupó por mi cansancio al llegar a casa, mientras ella “sólo” cumplía con su décima hora de trabajo. Únicamente abandonaba el piso para hacer la compra; tenía miedo de que su “viejita” pudiera llegar a necesitarla. A menudo disfruta discutiendo de política y gasta un genio considerable cuando reprende a sus familiares por teléfono. Visitaba a los suyos dos o tres veces al año, haciéndoles saber que seguía con vida y en definitiva, suplicándoles recordarla.

Llegaron el verano y las vacaciones, y a la vuelta las paredes ya no hablaban. La muerte se llevó aquellas voces y a Elena aquí ya no la retenía nada.

Por razones que desconozco, sólo llamé a su puerta un par de veces en cinco años; sin embargo cada día, al atravesar el pasillo junto a la escalera, espero encontrarla tendiendo la ropa en la ventana, agradable como siempre, ofreciendo una conversación, cuando menos, interesante.

Ni siquiera alcanzamos a desearnos suerte. Tal vez sea hora de agradecerlo, pues son muy pocos los encuentros y demasiadas ya las despedidas.

La vida te debe muchas sonrisas. Ojalá se las cobres una por una.