viernes, 2 de abril de 2010

El ruso

Miércoles, 9 horas del atardecer, “sentada en un banco en el andén, esperando a que llegue el primer tren”. No como Penélope, porque hace tiempo llegamos al final de la canción y la profecía del maestro una vez más se cumplió. La situación era bastante más prosaica: un frío horrible, un abrigo con gorro que sólo dejaba los ojos al descubierto, una huelga de trenes todavía acechando y la desesperación que provoca el qué coño hago yo aquí a estas horas. Cuando la impaciencia ya empezaba a revolverme en el asiento (maldita impaciencia que nunca he sido capaz de controlar), aparece un individuo que para colmo de males, me hace una pregunta. Una cualquiera de las que molestan simplemente porque tienes que bajar la cremallera del gorro para poder pronunciar palabra. Contesté cualquier cosa, pero su cara era amable, la sonrisa franca y empecé a pensar que quizá mereciera algo más que una respuesta cualquiera. Después de un par de frases al azar, preguntó “¿eres creyente?”. Me sorprendió por lo atrevido y porque hace años yo lancé una pregunta similar a una persona a la que tenía mucha prisa por conocer. De Kant, el bien y el mal a cosas mundanas como el verdadero frío siberiano, y vuelta a conversaciones filosóficas del tipo de si las personas cambian con los años. Él decía seguir siendo el mismo tipo de siempre y la verdad es que me lo creo. Dibujaba igual que de pequeño, quizá porque aparte de los siete años que lleva en España, sólo quiere reconocer dos anteriores. Los demás, necesita olvidarlos. Le gusta el país, el clima, la comida, la gente, y eso a pesar de que le cité a Reverte para enumerar todas y cada una de nuestras mejores “virtudes”. Nos reímos… Al llegar a su destino nos despedimos intercambiando sólo nuestros nombres, en parte porque el encuentro fue único y en parte, porque estoy convencida de que volveremos a vernos. Si no fuera así, toda la suerte del mundo, ruso loco, y que nunca tengas que volver al lugar que tanto te costó olvidar.

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