domingo, 27 de enero de 2008

La cultura del taxi

Hace ya algunos años paseaba de madrugada con un amigo bastante poco acostumbrado a la maravillosa vorágine de esta ciudad. Cuando por fin nos despedíamos en una esquina aleatoria, me preguntó muy preocupado cómo volvería a casa. Entonces no me dí cuenta, pero respondí automáticamente “en taxi” como quién da su fecha de nacimiento y es que, como me hizo notar él mismo, tenemos absolutamente interiorizada lo que todos conocemos como “la cultura del taxi”. Tanto es así, que durante estos años me he encontrado al volante a casi todas las especies de la raza humana, representadas en una figura errante, de cuyo nombre es imposible olvidarse. Aquí van, pues, algunas de las especies más comunes:

Taxista listillo: Es el típico que cuando subes a sus dominios y saludas, reconoce inmediatamente tu acento de fuera y te aconseja la ruta más retorcida posible para llegar a la dirección que inocentemente le proporcionaste.

Taxista malhumorado: Es aquél que cuando el tráfico es fluído pita a los conductores que no se apartan de su camino, si es lento, pita para desahogarse y si ni una cosa ni la otra, pita porque le han subido la hipoteca. Básicamente, la vida le ha hecho así.

Taxista kamikaze: Con éste sobran las palabras, porque entre otras cosas, la música está a toda pastilla. Agárrate al asiento y virgencita que no se cruce nadie…

Taxista facha: Orgulloso de tener como adorno su bandera de ¡Eeespaña!, en la radio el gran Jiménez Losantos largando por su boquita y su cabeza asintiendo firmemente cuando escucha el mayor improperio.

Taxista pesado: El hombre no tiene un taxi, tiene una consulta de psicología y especialmente en trayectos largos, relata paso a paso todas sus desgracias, recreándose por supuesto en los detalles morbosos. En esa situación ni siquiera el móvil puede salvarte, hasta que no reconozcas claramente y en voz alta que ha tenido muy, pero que muy mala suerte en la vida. A éste, rezas para no volver a encontrártelo y te sientes contagiado de su mal fario, si se instala en la parada que hay justo enfrente de tu casa.

Taxista mujer 1: “Yo soy una mujer que lucha por hacerse un hueco en este mundo de hombres. Conduzco mejor que ellos y levanto cualquier maleta por mucho, muchísimo que pese”. La verdad es que no se lo reprocho, debe ser bastante duro.

Taxista mujer 2: Te llevo en un pis-pás, te indico el mejor restaurante que hay al lado y la distancia hasta la parada de metro más próxima. Te describo el entorno y sus lindezas y en tu mano está aprovecharlas.

Taxista feliz: Nada más entrar, te recibe con un “vamos pallá, bonita” y le importa un rábano el estado de la circulación. Te cuenta un chiste en menos que canta un gallo y te suelta aquello de “qué poquito nos queda para el fin de semana” (que seguramente será cuando él más trabaje) y “hace un día cómo para no entrar en casa”. Es realmente una pena llegar a tu destino.

Taxista honrado: Por supuesto, te lleva por el camino más corto, sin cobrar esos centimillos que ha marcado el taxímetro y antes de que te bajes, ya ha puesto de nuevo a tu disposición las maletas de las que se hizo cargo inmediatamente cuando lo paraste.

Taxista indiferente: Subes a su taxi, hay un desplazamiento y bajas. En muchas ocasiones, se agradece.

Taxista confesor: Aquí eres tú el que cuenta su vida sin esperarlo. Te desarma su confianza y simplemente cuando él pregunta, tú respondes, como si hablarle de tu existencia no sólo fuese lo más natural del mundo, sino que además descarga tu conciencia. De estos se encuentran pocos, pero haberlos, haylos, como las meigas.

Hummm... y ningún taxista más en el que caiga ahora...

Sólo decir que aunque creo que deberíamos llamarla "comodidad" en vez de "cultura", lo cierto es que cuando te sientes perdido, no hay nada mejor que gritar “¡taxi!”.

Colorín, Colorado...

Un buen día, sin saber por qué, te levantas diferente, una extraña sensación recorre tu cuerpo y un viento frío sopla en el pecho, encogiendo el corazón a su paso. La inseguridad te invade, te mientes: “no pasa nada, no me ocurre nada, es… es…” Al fin te rindes ante la evidencia: “va a producirse un cambio y este desasosiego no es más que la inquietud ante la incertidumbre y el desconocimiento que lo preceden”. No sabes si será bueno o malo, por qué, quién o qué lo provocará, sólo sabes cuándo y será en breve. Comienza la angustia de la espera, una espera corta y a la vez eterna que te induce a una búsqueda inconsciente como si acaso supieras dónde buscar. Crees que matas el tiempo, que estás evitando lo inevitable, pero realmente vas precipitándote paso a paso hacia ese cambio. Hablamos de intuición, de sexto sentido… la propia existencia que se despide para dar paso a una nueva. De repente, cuando ya casi consigues creer que sólo se trataba de una falsa alarma, te encuentras, sin entender cómo, en el epicentro de un terremoto. Una brecha gigantesca se ha abierto entre lo que fuiste hasta ese momento y lo que serás a partir de entonces, y no importa qué te parezca, ahora eres el títere de quién fuiste, nadie más maneja tu destino. Es de nuevo la vida, que como la Tierra, gira sobre sí misma y vuelve al camino que recorriste, un camino que ya no está a nuestro alcance, porque este nuevo giro es diferente. Sientes la impotencia de no poder controlarla, te resistes a seguirla en su nueva forma y en medio del abismo que se ha creado, intentas recuperar algo de lo que quedó atrás, rescatar parte de lo que fue y de lo que hubiera sido, si el camino desde el principio, hubiese seguido una línea recta. Pero no es posible y es en ese instante cuando piensas: “hasta aquí llegué, eso es todo” y no mueres, ¡maldita sea!, no mueres, porque la Física no entiende de cambios, forman parte de sí misma hasta tal punto que ya no los analiza, sólo los asume y sigue adelante. Sacas fuerzas de flaqueza e intentas imitarla. Debes continuar girando a pesar del vértigo, pero el dolor por la pérdida se ha instalado a tu lado: trabaja contigo, sale contigo, duerme y sueña contigo, hasta no saber dónde terminas tú y empieza él. Durante algunos infiernos, sólo quedarán los recuerdos y un corazón desgarrado que llora en silencio el final de un cuento.

martes, 8 de enero de 2008

Se fue


Recuerdo aquel año, aquel maravilloso año, no por pasado sino por transcurrir exactamente como yo lo deseaba, para lo bueno y para lo malo. La adversidad es como el vino, en pequeñas cantidades te hace sentir vivo, pero más allá puede matarte o aún peor, desgraciarte la vida. Nada parecido ocurrió en aquellos días y es por eso que justo ahora mi memoria viaja desde mi escondite hasta el aula del sótano que se hacía pasar por Instituto. Físicamente nunca lo consiguió (¡dios, cómo peleamos por salir de aquel cuchitril!) y sin embargo, jamás aprendí más en menos tiempo. Nuestra profesora de Filosofía, principal culpable, nos enseñó a pensar como debía, pero no como a los demás les hubiera gustado. Sí, ella también vió “El Club de los Poetas Muertos”, pero a diferencia de otros, no sólo creyó que se trataba de una bonita historia, sino que decidió ponerla en práctica. ¿Y quién mejor para lograrlo que Silvio y su Unicornio? Yo ya conocía la canción (ventajas de tener una hermana “roja” diez años mayor que tú), pero es cierto que nunca hasta entonces la había analizado lo suficiente. Y Pilar, una de las mujeres que más amaba la vida de cuántas he conocido, nos hizo la pregunta de rigor: ¿de qué creéis que está hablando Silvio?, ¿qué es “El Unicornio”? Alguien dijo inmediatamente: “la virginidad”. La respuesta también resultaba poco menos que obligada, teniendo en cuenta que éramos unos adolescentes y nuestras sentimentales hormonas hablaban por nosotros. Realmente y eso es lo mejor, nunca nos dio la interpretación del autor, ni siquiera la suya propia, pero me pareció que entregar el cuerpo, el alma o ambos a quién deseas, no podía producir tanta amargura. En contra y como trasfondo existían terribles historias, malas experiencias que marcaban a los “debutantes” para el resto de sus días, pero yo siempre pensé que se debían a lugares, momentos o personas equivocados. Después, otros siguieron dando su visión en función de lo que significaría para ellos perder su bien más preciado. Bendita inocencia… yo podía imaginar mil cosas terribles que me hubieran hecho sentir muy desgraciada si hubieran desaparecido y aunque intuía a qué podía referirse, no encontré ninguna que me dejara tan desvalida… Hoy, dieciséis años más tarde, con el doble de vida a mis espaldas y años no tan buenos como el señalado, daría cualquier cosa por no saber contestar como entonces a la pregunta de Pilar. Desafortunadamente, ya sólo puedo decir “Se fue…”